LA COSTA DE ISLA NEGRA
El sábado partimos muy temprano para recorrer, hacia el sur de Valparaíso, los aproximadamente 100 kilómetros que separan a esta ciudad de Isla Negra. La “vaguada costera”, que oculta hasta el mediodía cualquier paisaje en una niebla cerrada, me preocupaba. No iba a poder ver el mar que vieron los ojos de Neruda. Iba en silencio, escuchando al guía local que recitaba poemas muy conocidos para mí y relataba historias que le contaron los que compartieron parte de su vida con el poeta. Rafita, el carpintero y albañil de la casa de Isla Negra; los vecinos de Don Pablo; Enrique Segura, su ahijado. Historias que no cuentan los libros. Muchas de las personas que compartían la excursión sólo conocían a Neruda por los 20 Poemas de Amor y casi nada de su vida, pero Carlos es un chileno apasionado por “el viejo” y poco a poco atrapó a todos.
Mientras nos acercábamos, sorprendentemente, la vaguada se iba retirando. A las nueve de la mañana!!!
En el camino hasta la entrada me pasó lo que había presentido. La emoción me embargaba y todos los sentidos, a un tiempo, despertaron. En la piel la brisa del mar con su sabor salobre, los pasos andando sus caminos, los ojos que no alcanzaban, el aroma de las flores y el sonido de las olas golpeando los acantilados me decían, estás acá, donde soñaste.
A LA DERECHA SE OBSERVA PARTE DE SU COLECCIÓN DE BOTELLAS
La casa estaba aún cerrada, había que esperar. Me acerqué al portal y la vi enredándose en los árboles, en el alambre. Reconocí los clavos y las hojas, pero el color de la flor era muy diferente a las que conocía. Todavía sin creerlo pregunté a Carlos y casi me caigo cuando me dijo: Es una pasionaria. Una maracuyá!!! Una maracuyá enmarcando la entrada de la casa de Neruda!!! Una maracuyá que esperaba sus regresos a Isla Negra.
Noooo…no, era demasiado. Mírenla.
Me aislé del grupo, me sentía rara ante los demás que tal vez no entendían mis lágrimas, pero alguien las vio y se acercó…entonces le conté por qué había viajado a Chile y se emocionó también. Me dijo: Ven, mira, este señor es Enrique Segura, el hijo adoptivo de “el viejo”. Pobre Enrique Segura, creo que habrá pensado, qué he hecho para merecer esto,
una mujer lagrimeando y muda…ay, sólo supe que alguien tomó la cámara y pidió, una foto…él accedió riendo. Pero si yo no soy tan lindo, dijo; y no me acuerdo si pude decirle gracias. En el título hay un enlace que explica la relación de Segura con Neruda.
Era de padre e hijo, si no lleva su apellido es porque la abuela de Enrique se negó rotundamente a una adopción legal, pero Don Pablo lo adoptó con su cariño.
Acá estamos, parece que a la cámara también se le nublaron los ojos, pero para mí es un tesoro.

Neruda amaba el mar, pero le temía, no le gustaba navegar. Él mismo se llamaba “el capitán”. Todo dentro y fuera de su casa está relacionado con aquella pasión. Compró esta barca y allí recibía a sus amigos, comían y bebían en abundancia dentro de ella. Y cuando “desembarcaban”, él decía “el mar nos ha mareado”.
Cuando pasaba un barco, “el viejo” hacía sonar las campanas y escuchaba la respuesta. Un saludo de capitán a capitán. Parezco muy quietita ahí pero estaba tentadísima de prenderme y oírlas. Y ahora pienso, lo hubiera hecho ¿qué hubiese pasado?
Esta placa dice "Todos fueron entrando al barco. Mi poesía en su lucha, había logrado encontrarles Patria. Y me sentí orgulloso". Recuerda un episodio poco conocido en la vida de Neruda. En 1934 es nombrado Cónsul de Chile en Barcelona. En 1939, hacia el término de la Guerra Civil Española, Neruda, muy afectado por la situación de cientos de miles de españoles, logra convencer al Gobierno de Chile, para ofrecer a los refugiados españoles existentes en Francia y Norte de África, una segunda patria: Chile. Aquí está su propio relato.
"Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo...Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones del desierto. Venían de la angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años. Yo no pensé, cuando viajé de Chile a Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en mi misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad creadora. Necesitábamos especialistas.Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación. Mis colaboradores eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados. Yo decretaba el último Sí o el último No. Pero yo soy más Sí que No, de modo que dije siempre Sí.Estábamos ya a bordo casi todos mis buenos sobrinos, peregrinos hacia tierras desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura tarea, pero mis emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile, presionado y combatido, me instaba en un telegrama a cancelar el viaje de los emigrados.Hablé con el Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era difícil hablar a larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se oyeron a través de océanos y cordilleras y el Ministro se solidarizó conmigo Después de una crisis de gabinete, el Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso. Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie", escribió el poeta acerca de esta hazaña.
Descendiendo hacia la playa recordé,
Compañeros, enterradme en Isla Negra,
frente al mar que conozco, a cada área rugosa
de piedras y de olas que mis ojos perdidos
no volverán a ver.

LOS RESTOS DE MATILDE URRUTIA A LA IZQUIERDA Y DE PABLO NERUDA A LA DERECHA DE LA FOTO
Entonces me senté a su lado, viendo el mar azul golpeando las rocas y juro que pensé en cada uno de ustedes, en los que me habían acompañado en la entrada anterior, cuando todavía ese momento era un sueño por cumplir.
Amigos, ojalá no los haya cansado con mi euforia nerudiana, porque me gustaría contarles en otra entrada el recorrido por el interior de la casa, sus colecciones y varias anécdotas narradas por la gente del lugar.