Le encantó la idea. Era como adelantar las vacaciones. Al pueblo iban todos los años después de Navidad; cuando sus papás volvían a la ciudad, ella se quedaba durante dos meses que se hacían cortos. Y era todo lo que no podía hacer durante el resto del año. El reencuentro y los juegos con los primos, las cabalgatas, las noches donde el cielo multiplicaba estrellas y los cuentos de terror a la luz de las velas cuando los mayores dormían.
A la siesta, no se movían ni las hojas. Todo parecía detenerse en un letargo ardiente. Hasta el polvo de las calles se aquietaba. Era la hora en que ella, en puntas de pie, abandonaba el fresco de los altos cuartos y se iba al terreno de atrás, el que quedaba pasando el gran patio. Más allá todavía del gallinero y de la despensa. Le gustaba esa soledad, esa calma que disfrutaba sentada a la sombra de la tipa gigantesca, embelesada con el aromo en flor y las hojas menudas de la cina-cina. Y así se quedaba horas…quieta como la siesta. De vez en cuando, dejaba su lugar bajo el árbol, para acariciar el tronco de la higuera; el abuelo le había contado que los guaraníes creían que en la higuera habitaba un alma que se quejaba. Pensaba que con sus caricias podía traerle un poco de sosiego a ese espíritu, y se había encariñado con ella.
En eso estaba cuando sintió que la observaban. Entonces lo descubrió. Sólo podía verle la cabeza, sobre el alambrado cubierto de enrededadera donde se había trepado.
- ¿Qué estás haciendo?
- Tranquilizando al fantasma de la higuera – habló sin mirarlo, llena de timidez.
- ¡Qué!- dijo él, mientras saltaba a su lado.
Y le contó de los guaraníes. No supo qué cara ponía, porque todavía no quitaba los ojos del áspero tronco. Hasta que él le preguntó el nombre y se sentaron otra vez bajo la tipa, casi sin hablar.
- ¿Querés unas brevas?
- Hacen mal calientes.
- Las comés después – contestó ya subido a las ramas de la higuera.
Dejando sobre su falda los frutos morados, se fue.
- ¿Mañana venís?
- No sé - dijo ella, confundida por esa quebrada serenidad de la siesta.
Así regresó a la casa. Sin poder explicar de dónde había sacado las brevas, ligándose un reto por no querer decir que no había sido ella quien se subió al árbol.
Y mañana volvió.